viernes, octubre 09, 2015

Capítulo 815 - Los jueces no sólo deben satisfacer criterios objetivos de imparcialidad, sino que además debe verse que son imparciales.







(continuación)
Advertimos que las decisiones de nuestro tribunales, en ocasiones y cuando se trata de imputados que integraron las fuerzas armadas de nuestro país, en la sangrienta década del 70, no hesitan en ser por completo arbitrarias. Aunque creemos que la Justicia debe recaer en casos justiciables, valga la redundancia, cuando se entremete la política distan ellos de merecer tal calificativo para convertirse en una herramienta letal, para la libertad ambulatoria de los reos.

Así como la soberbia enceguece, al punto de hacer caer la venda de la Justicia con mayúscula, el fanatismo ideológico y el espíritu retaliativo es una mala guía ya que no conduce al camino de la libertad con equidad. Conduce al camino de la satisfacción de quienes están imbuidos de radicalismo ideológico. Se trata de una cara de la justicia corrupta. Acude a nuestra memoria la actuación que le cupo a un funcionario argentino, especialista en este tema, quien señaló con singular agudeza el problema de la corrupción infiltrada en la justicia.

 En abril de 2004, en su informe al 60º período de sesiones de la Comisión de Derechos Humanos, el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la independencia de magistrados y abogados, Dr. Leandro Despouy, y actual Auditor General de la Nación Argentina, señaló: “A la Comisión le preocupa la frecuencia y alcance del fenómeno de la corrupción que afecta al poder judicial en todo el mundo. Este fenómeno va mucho más allá de la corrupción económica en forma de desvío de fondos que el Parlamento asigna al poder judicial o de los sobornos (práctica que puede verse por otra parte favorecida por los bajos sueldos de los magistrados). También puede afectar a la administración interna del poder judicial (falta de transparencia, sistema de prebendas) o adoptar la forma de intervención tendenciosa en los procesos y resoluciones como consecuencia de la politización de la judicatura, de la afiliación política de los jueces o de cualquier forma de clientelismo judicial.

Todo ello reviste aún más gravedad si se tiene presente que la vocación de los magistrados y funcionarios del poder judicial consiste en ser una autoridad moral y un recurso digno de confianza e imparcial para toda la sociedad cuando sus derechos se vean menoscabados. Más allá de los hechos, lo más inquietante es que en algunos países la percepción generalizada que se tiene del poder judicial es la de que está corrompido: la falta de confianza en la justicia es un auténtico veneno para la democracia y el desarrollo, además de favorecer la perpetuación de la corrupción. En este contexto, las normas de la deontológica judicial revisten importancia de primer orden. Como subraya la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, los jueces no sólo deben satisfacer criterios objetivos de imparcialidad, sino que además debe verse que son imparciales; la cuestión de fondo es la confianza que deben inspirar los tribunales a las personas que recurren a ellos en una sociedad democrática. En este contexto se comprende la importancia de la difusión y puesta en práctica de los Principios de Bangalore sobre la conducta judicial, cuyos autores se han basado expresamente en las dos principales tradiciones jurídicas (el derecho consuetudinario y el derecho civil), y de los que la Comisión ha tomado nota en su 59º período de sesiones”.

Sigue reseñando el citado informe: “El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos fue aprobado por unanimidad por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966 y entró en vigor el 23 de marzo de 1976, tres meses después de haberse depositado el trigésimo quinto instrumento de ratificación. Al 20 de julio de 2007, 160 Estados lo habían ratificado o se habían adherido a él, aceptando con ello sus disposiciones como obligaciones vinculantes con arreglo al derecho internacional.”
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“5. Cuando un Estado ratifica este pacto o se adhiere a él, asume tres obligaciones en el ámbito nacional. La primera es “a respetar y a garantizar a todos los individuos que se encuentren en su territorio y estén sujetos a su jurisdicción” los derechos reconocidos en el Pacto “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social”. La segunda consiste en dar los pasos necesarios, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones del Pacto, para adoptar las medidas legislativas que se requieran con el fin de hacer efectivos esos derechos y libertades. La tercera consiste en garantizar que toda persona cuyos derechos o libertades hayan sido violados podrá interponer un recurso efectivo, aun cuando tal violación hubiera sido cometida por personas que actuasen en ejercicio de sus funciones oficiales; garantizar que los derechos de toda persona que reclame tal reparación sean determinados por la autoridad competente, judicial, administrativa o legislativa prevista por el sistema legal, y desarrollar las posibilidades de recurso judicial; y garantizar que las autoridades competentes cumplirán toda decisión en que se haya estimado procedente el recurso. (…) ” 


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