(continuación)
A falta de
tal empresa conjunta integradora, el debate se suele reducir a la justicia
retributiva, canalizada a través de los tribunales nacionales e
internacionales, instancias que sí responden al individuo en la búsqueda de la
justicia del caso concreto. Sin embargo, en las propuestas de solución, en clave de derechos humanos, ha sido la Corte Interamericana que, consciente de las limitaciones de la justicia penal, restringió la exigencia de
una persecución penal a los crímenes más atroces, cuya impunidad pondría en entredicho la credibilidad y la
misma existencia del Estado de derecho, exigiendo a los Estados otra serie de medidas propias de la justicia
transicional, no menos necesarias y aptas para lograr el restablecimiento de la paz social: verdad, reconocimiento de los
errores, reparación y garantías de no-repetición. Todo ello como condición para el
perdón y la reconciliación, o al menos para propiciar un estado de ánimo individual y colectivo que permita la mirada
hacia adelante.
El trato que deben recibir los responsables de crímenes cometidos
por agentes del Estado —o
con su apoyo, beneplácito y aquiescencia— es, a su vez, un
reto para el Estado de derecho, en el
que las autoridades, la
sociedad y las víctimas tienen
que poner a prueba su
compromiso con los valores y principios que subyacen a la democracia. Es ahí donde entran en contienda el interés de la sociedad y las víctimas de no dejar impunes determinados
crímenes, por un
lado, y, por
el otro, los
derechos del imputado, como el de recibir un debido proceso o gozar de la presunción de inocencia.
En ausencia de una adecuada protección de los intereses y
derechos de las víctimas de las dictaduras y guerras civiles del continente, la Corte IDH encaminó una jurisprudencia
contundente en la que ordenaba no solamente medidas de esclarecimiento de la
verdad, reconocimiento de responsabilidades y reparaciones, sino también la persecución
penal de
los máximos responsables de crímenes de lesa humanidad, declarando nulas —por ser contrarias a la Convención Americana sobre Derechos
Humanos— las leyes de amnistía (pos)dictatoriales. Mientras que en algunos
casos dicha
jurisprudencia significaba el impulso requerido para enfrentar tareas
pendientes de la justicia transicional, en otros los Estados consideraron inoportuna la intervención internacional por estimar que podría volver a abrir
heridas del pasado que apenas se estaban curando por el curso del tiempo.
La complejidad de las
múltiples situaciones posconflicto del continente, con soluciones
más o menos legitimadas democráticamente, aunque por lo general sin una participación significativa de las víctimas, requiere de salidas no menos
diferenciadas que
ponderen, sin eclipsar ninguno, los intereses en juego. Los
ejemplos expuestos más arriba sirven de testimonio de un proceso en pleno
desarrollo, que gracias a la consolidación de las democracias y el Estado de
Derecho en gran parte del continente está buscando caminos cada vez más
integradores y sustentables.
Más allá de los traumas individuales, las memorias colectivas de pueblos o comunidades que sufrieron graves violaciones de sus derechos son muy sensibles a la manera en la que el resto de la sociedad, y el Estado en representación de ésta, se posiciona ante tales hechos. Mientras que el conjunto de instrumentos de la justicia transicional hoy en día está al alcance de cualquier sociedad en transición, su aplicación en cada lugar y momento de la historia requiere una respuesta muy medida a las circunstancias concretas.”
Lamentablemente, el derecho internacional humanitario y el derecho internacional humanitario consuetudinario, han sido valorados por
algunos de nuestros jueces, conforme quienes son los destinatarios de tales normas internacionales.
Si los
imputados, son los militares o ex
integrantes de las fuerzas de seguridad, es una cosa, pero si los imputados no son ellos, la misma norma
internacional es interpretada de otra forma. El trato dispensado a
los justiciables, cambia notablemente. Al contrario de las anteriores causas se
aplica a rajatabla el in dubio pro reo cuando de esta forma se “salva” al
imputado. Lo que constituye a la par de una
injusticia, también una arbitrariedad, que derrumba los sanos fines de Tratados
Internacionales y Convenciones relacionados con la violación de los derechos
humanos.
Cuando se firmó el Tratado de Roma, no se definió un delito muy grave, el delito de agresión, dado que, al igual de lo que sucedió en la ONU con el terrorismo, presentaba dificultades de toda índole y se señalaron diversos motivos que convencieron a quienes debieron adoptar tal actitud. En suma, pasaron los años, siete años en el caso del delito de agresión, y nada se había definido. A pesar de que entró en vigor la CPI, todavía no existía ninguna definición al respecto.
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