(continuación)
Siguiendo con el cuadro relatado anteriormente,
relacionado con las secuelas de la Guerra Civil Española, el ilustrado
historiador y ensayista D. Pío Moa, al ingresarnos en este espinoso tema nos
reseña que: "Las guerras son situaciones extremas en que los bandos luchan por
sobrevivir y no por meros éxitos electorales. Por tanto, empujan la conducta humana hacia los extremos
del heroísmo o la entrega desinteresada de la vida, en unos casos, y el crimen
y las mayores bajezas, en otros. La guerra española, como tantas,
abundó en ambas conductas, pero parece como si hoy se quisiera centrar la atención
sólo en los aspectos más siniestros, en el terror desatado entonces.
Y enfocándolo, además, de modo harto peculiar, como veremos, mediante una
campaña tenaz, con grandes medios y subvenciones. Esa campaña está logrando
crispar considerablemente a la sociedad española, al recuperar una versión por
desgracia propagandística y no historiográfica de la Guerra Civil (…).
Estos
asertos recogen la propaganda izquierdista y separatista durante la guerra y
tiempo después. De
ser veraces, la represión izquierdista tendría todos los atenuantes –en rigor, no podría hablarse de crímenes, sino sólo de
excesos, bastante comprensibles–, mientras que
la contraria cargaría con todos los agravantes posibles. Sin
embargo, el examen atento de los hechos muestra una realidad algo distinta. (…)
Casi desde el principio de la República amplios sectores de la izquierda
cultivaron un odio exacerbado como virtud revolucionaria, abundantemente
reflejado en la prensa de entonces. Esa propaganda motivó la oleada de quemas de conventos,
bibliotecas y centros de enseñanza, incontables atentados y un terror
sistemático durante la insurrección de octubre de 1934. Si el terror
frente populista respondió a algo fue a esa propaganda martilleante de sus
partidos, y Besteiro sabía lo que decía al denunciar aquellas prédicas que, a su juicio, "envenenaban"
a los trabajadores y preludiaban un baño de sangre. (…) El
odio se manifestó en los meses anteriores a julio del 36 en forma de cientos de asesinatos, en su gran mayoría cometidos por las izquierdas, y en la destrucción de iglesias, obras de arte, locales y
prensa conservadores, etcétera, apenas correspondidos por las derechas.
Al estallar la guerra y derrumbarse los restos de legalidad republicana, debido al reparto
de armas a los sindicatos, la ola de incendios y crímenes se tornó masiva el
mismo 18 de julio, sin aguardar noticias de la represión contraria.
Los dos bandos consideraron llegada la hora de una "limpieza"
definitiva, pero habían sido las izquierdas quienes habían organizado casi toda la
violencia previa. También alentó el terror
izquierdista la creencia en una pronta
derrota de los nacionales, creencia que
ahuyentaba los escrúpulos o el remordimiento. Como decía Largo
Caballero, "la
revolución exige actos que repugnan, pero que después justifica la historia". Y
Araquistáin escribía a su hija: "La victoria es indudable, aunque todavía
pasará algún tiempo en barrer del país a todos los sediciosos. La limpia va a ser
tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio".
“Respecto a la derecha, el examen de la prensa y la
documentación a lo largo de la República no muestra, ni en intensidad ni en sistematicidad, una
comparable incitación al odio. Parece más veraz, entonces, sostener
que si hubo un "terror de respuesta" fue más bien el de las derechas
frente al que sus adversarios habían predicado y ejercido los años anteriores,
con un balance de numerosísimos atentados, incendios y amenazas, y una
insurrección que causó 1.400 muertos. Por lo que se refiere al segundo punto, el del carácter
"popular" y espontáneo de la represión izquierdista, carece también de valor
historiográfico, aunque lo tenga, y mucho, propagandístico, pues el lector tiende a alinearse
instintivamente con "el pueblo". Así, los crímenes
izquierdistas constituirían una especie de justicia popular, histórica, acaso algo salvaje pero explicable y en definitiva justificable, máxime si replicaba
a atrocidades contrarias. Esta idea empapa el libro citado, y la exponen
francamente en otro lugar dos de los autores, J. Villarroya y J. M. Solé:
"La represión ejercida por jornaleros y campesinos, por
trabajadores y obreros y también por la
aplicación de la ley entonces vigente, era
para defender los avances sociales y políticos
de uno de los países con más injusticia social de Europa. Los muchos
errores que indudablemente se cometían pretendían defender una nueva sociedad.
Más libre y más justa. La represión de los sublevados y sus seguidores era para
defender una sociedad de privilegios". Estas frases renuevan el
tono bélico, aunque mencionen "errores", bien comprensibles dadas las
circunstancias. De ahí a gritar "¡Bien por la represión contra los
opresores!" no media ni un paso, pues la conclusión viene implícita. Pero
la realidad es que los revolucionarios no defendían avances sociales y
políticos, o una sociedad "más libre y más justa", como demuestra una
abrumadora experiencia histórica.
En los países donde triunfaron los correligionarios de las
izquierdas españolas la población perdió
cualquier libertad y derecho, sometida al poder
omnímodo de una casta burocrática dueña de un Estado policial. Que
España fuera "uno de los países con más injusticia social de Europa"
es aserto muy discutible, pero de lo que no hay duda es que el remedio propuesto por los
revolucionarios era mucho peor que la enfermedad, si de libertad, justicia y
riqueza hablamos. Solé y Villarroya tienen derecho a preferir tales
remedios, pero no tanto a invocar en su beneficio la libertad y la justicia.”
“La decisión de armar a las masas hace al último Gobierno más o menos
republicano, el de Giral, plenamente responsable de sus consecuencias, tanto si
éstas se tienen por buenas (así lo pensaron y piensan muchos políticos y
escritores) como si se las juzga nefastas. Pero, además, ocurre que el terror fue
directamente organizado por los organismos oficiales del Gobierno, en
competencia con los partidos y sindicatos del Frente Popular. Ello aparece con claridad en la lista de checas que
ofrece Javier Cervera en su libro Madrid en guerra. La ciudad
clandestina. Así, la checa de Fomento, "la más importante de Madrid, y
sólo su mención producía escalofríos a los madrileños", fue montada por el
director general de Seguridad de Giral. La disolvió Santiago Carrillo en noviembre, y no precisamente para disminuir el terror. La checa de Marqués de Riscal funcionaba bajo los auspicios del Ministerio de
Gobernación. Otras checas tenían carácter ácrata, comunista o socialista, y a menudo
se relacionaban entre sí. No había en todo ello la menor
espontaneidad. (…) “… aparte de estas represiones, parecidas en
ambos bandos, existen
otras dos, peculiares de uno u otro: la que se produjo entre los propios
miembros del Frente Popular y la practicada
por los vencedores al terminar la contienda. (…)La
primera tiene gran interés porque son sus víctimas las realmente olvidadas, y
no, como pretende la propaganda, las causadas por la derecha, de las que se
viene hablando constantemente desde hace treinta años, casi como si las
contrarias no existiesen. La campaña de la
"memoria histórica" sufre al
respecto una voluntaria y reveladora amnesia.
Todo el mundo conoce
el caso de Andrés Nin, pero éste, con todo su sadismo, fue uno entre tantos,
pues abundaron
las detenciones ilegales, las torturas y los asesinatos, especialmente entre
anarquistas y comunistas, pero no sólo. El SIM o los campos de
concentración de Negrín son descritos como auténticos infiernos por quienes los
conocieron, tanto de izquierda como de derecha. Existen también denuncias de la
liquidación de rivales políticos en el frente, asesinándolos por la espalda y
presentándolos como desertores sorprendidos en el intento.
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