(continuación)
“La Constitución
establece, expresamente, la supremacía de ella
sobre los tratados (art. 27) y, si bien la interpretación de estos
últimos debe ser “integradora”, ella no puede
traducirse en una alteración de la letra y espíritu de la Ley Fundamental. Esa alteración es fruto de una premisa: el art. 27 de la Convención de Viena establece que un Estado no puede invocar las disposiciones de su derecho
interno para justificar el incumplimiento de
un tratado. Consecuentemente,
y merced muchas veces a una interpretación literal, se
proyectan las cláusulas genéricas de los tratados a casos particulares con prescindencia de las normas constitucionales. En vez de adecuar los
tratados a la Constitución, se aspira a
adecuar esta última a las normas internacionales, llegando al extremo de desconocerla cuando aquella integración resulta inviable.”.
El art. 28 dispone, como
principio general, que las normas de un tratado no obligan a una parte respecto
de actos o hechos producidos con
anterioridad a su entrada en vigencia para un Estado, ni respecto de ninguna situación, que en esa fecha haya
dejado de existir. El art. 46
establece que un Estado no puede dejar de cumplir un tratado alegando que su
aprobación vulneró disposiciones de su derecho interno “concerniente a la
competencia para celebrar tratados”. Pero sí lo
puede hacer cuando esas violaciones afectan “a
una norma de importancia fundamental de su
derecho interno”, como es su Ley Fundamental. Estos principios
deberían ser objeto de análisis, no solamente considerando la Resolución 2.131
de la Asamblea General de las Naciones Unidas, del 21 de diciembre de 1965,
según la cual “cada Estado goza de los derechos inherentes a la plena soberanía”, sino también el comportamiento internacional de las “naciones más
civilizadas”. (…) El Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos establece los principios de cosa juzgada y non bis in ídem (art. 14,
inc. 7º) con referencia a “toda” persona. El art. 15 (inc. 1º) dispone la
irretroactividad, en materia penal, del derecho nacional e internacional, la
ultractividad y retroactividad de la ley penal más benigna.
En cuanto a su inc. 2º, si bien establece que
aquellas garantías no son aplicables cuando se trate de delitos “según los
principios generales de derecho reconocidos por la comunidad internacional”,
la ley aprobatoria 23.313, publicada el
13 de mayo de 1986, formuló una expresa reserva: la aplicación del inc. 2º quedaba sujeta al principio establecido en el art. 18 de la
Constitución. De manera que los delitos reconocidos por la comunidad
internacional deben estar tipificados por ley, como tales, antes de la comisión
del hecho; nada impide su amnistía, la vigencia del principio de cosa juzgada y
la prescripción. (…) La Convención referente a la
imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad, también es de fecha
posterior, de modo que, conforme al art. 18 de la
Constitución no se puede aplicar de manera retroactiva. Si bien
impone a los Estados el deber de abolir la prescripción de la acción penal o de
la pena, esa abolición no podría tener efectos
retroactivos. La inaplicabilidad de esa Convención al caso concreto
fue detenidamente descripta en el voto del juez Fayt aplicando el principio de
legalidad y el esquema impuesto por el art. 18 de la Constitución. El
principio de supremacía de la Constitución, tal como lo establece el art. 27 de
la Ley Fundamental, y como fue aceptado por la ley 24.309 y la Convención
Reformadora de 1994, impedía desconocer, en el caso “Simón”, la validez de la
amnistía, el principio de cosa juzgada, la prescripción y el principio de
irretroactividad de las leyes penales. Si bien las decisiones de un
tribunal internacional y en función de los compromisos asumidos por la Argentina,
deben ser acatadas por el Estado, ¿cómo se
compadece tal solución con el art. 27 de la Ley
Fundamental cuando esas decisiones desconocen garantías
expresamente consagradas en el texto de aquélla?[1];
¿Se puede cercenar extraconstitucionalmente la facultad política del Congreso para sancionar leyes de amnistía?; ¿se puede desconocer la autoridad de cosa juzgada de las
sentencias de la Corte Suprema de Justicia dictadas en el curso de un proceso
democrático constitucional?; ¿cómo aceptar esa
solución cuando aquellas decisiones imponen el juzgamiento de personas que
tienen derechos adquiridos y que están privadas de ejercer su derecho de
defensa ante ese Tribunal internacional? (…)
¿Es, o no, la Corte Suprema de
Justicia el tribunal superior de la Nación? Aparentemente, habría perdido esa cualidad por imperio del derecho internacional reconociendo, como tribunal de alzada, a su respecto a la Corte Interamericana de
Derechos Humanos. Pero, esa conclusión, ¿se compadece con los arts.
1º, 27 y 108 de la Constitución Nacional? Entendemos que no, así como tampoco
con los términos de la ley declarativa de la necesidad de la reforma
constitucional de 1994 y los fundamentos expuestos en el seno de la Convención
Reformadora”. (…) En cuanto a la
invocación de la costumbre internacional, compartimos la opinión de García
Belsunce que la costumbre no puede crear delitos o penas. Con cita de Germán Bidart Campos, destaca que “los delitos contra el
derecho de gentes, tanto cometidos en territorio argentino como fuera de él, necesitan contar con incriminación propia en la ley penal
interna o en un tratado internacional que esté incorporado al derecho argentino y que contenga el
tipo penal.
No bastaría, pues, la sola alusión
incriminatoria en el derecho internacional universalmente aceptado o el
reproche del Estado por los principios generales del derecho reconocido por la
comunidad internacional”. Si bien la costumbre, en sus tres
variantes, es una fuente importante del derecho, su ámbito de gravitación se
reduce sensiblemente en materia constitucional. La
presencia de una Constitución rígida, como la nuestra, que reserva el ejercicio de la función constituyente a un
órgano representativo del pueblo, y que
desconoce la validez de toda reforma constitucional efectuada al margen del
procedimiento estatuido por ella, descalifica
a la costumbre contra legem y también a la praeter legem cuando su contenido no se compadece con una interpretación teleológica, semántica, sistemática
y dinámica del articulado de la Ley
Fundamental.”. (…) En un orden político altamente desarrollado es, sin
embargo, muy importante que todo cambio de envergadura en las normas sea
llevado a cabo por la autoridad concreta que hace las normas según el sistema[2]
que, en el caso de las normas constitucionales no es el juez ni la costumbre
internacional. Esa perversión, y
consecuente corrupción del orden constitucional que advertimos en la sentencia
dictada en el caso “Simón”, no hacen más que servir de acicate para
erradicarlas bregando por la plena vigencia de la Constitución para todos los
sectores de la sociedad.” (Fuente: “El caso “Simón” y la
supremacía constitucional por Gregorio Badeni).
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