(continuación)
“Además, con ello Solé y Villarroya identifican al
pueblo con la minoría de sádicos y ladrones (los crímenes solían acompañarse de
robo) que al hundirse la ley obró a su antojo. Esta identificación es
corrientísima, aunque por completo fraudulenta, y ningún historiador puede caer
en ella sin desacreditarse. En realidad, el terror
llamado "popular" lo ejercieron los partidos y sindicatos, y dentro de ellos sujetos fanatizados en las doctrinas
respectivas. No el pueblo, ciertamente. En las elecciones del 16 de
febrero los votantes se dividieron mitad por mitad, aparte de un tercio de
abstenciones. Sólo apoyaba al Frente Popular, por tanto, una fracción del
pueblo, alrededor de un tercio, y es probable que esa proporción mermase en los
meses siguientes a los comicios. Y ni siquiera ese tercio fue el que tomó las
armas, sino, principalmente, los miembros de las organizaciones izquierdistas,
de los cuales sólo una minoría cometió atrocidades. A esa minoría llaman
"el pueblo" muchos autores.” “Lo mismo vale el tópico de la
espontaneidad. Nada de espontáneo tuvo el largo e intenso cultivo de una
propaganda irreconciliable, llevada al paroxismo ante la sublevación del 36,
como refleja la prensa izquierdista de entonces. La rabia, apenas contenida durante meses,
se desató por fin gracias al ilegal reparto de
armas, decisión política con efectos
sobradamente previsibles. No sin razones de peso rechazó Casares
Quiroga el reparto mientras tuvo fuerzas. La decisión de armar a las masas hace
al último Gobierno más o menos republicano, el de Giral, plenamente responsable
de sus consecuencias, tanto si éstas se tienen por buenas (así lo pensaron y
piensan muchos políticos y escritores) como si se las juzga nefastas. Pero,
además, ocurre que el terror fue directamente organizado por los organismos
oficiales del Gobierno, en competencia con los partidos y sindicatos del Frente
Popular. Ello aparece con claridad en la
lista de checas que ofrece Javier Cervera en su libro Madrid en guerra.
La ciudad clandestina. Así, la checa de Fomento, "la más importante de
Madrid, y sólo su mención producía escalofríos a los madrileños", fue
montada por el director general de Seguridad de Giral. La disolvió Santiago Carrillo en noviembre, y no precisamente para disminuir el terror. La checa de Marqués de Riscal funcionaba bajo los auspicios del Ministerio de
Gobernación. Otras checas tenían carácter ácrata, comunista o socialista, y a menudo
se relacionaban entre sí. No había en todo ello la menor
espontaneidad.” (…) (N.de
R.: recordemos que la Checa era una suerte de “Esma” en miniatura pero con el
mismo carácter, y con los mismos propósitos,
puesto que contenía los mismos mecanismos de tortura que ese triste lugar.
Los privados de su libertad en forma ilegal, sólo podían abandonar ese
siniestro lugar, una vez que fueran asesinados).
“Finalmente,
conviene entender la razón de esta campaña, y los poderosos medios aplicados a ella
desde partidos y Gobiernos. Por lo ya visto, parece claro que no se trata de la
tarea historiográfica de aproximarse lo más posible a la verdad histórica, sino de una operación de propaganda política, pagada, además, con fondos públicos, es decir por todos los ciudadanos, nos guste o nos disguste. El cálculo y el
objetivo de esa campaña es fácil de discernir: sus autores consideran que
insistir del modo como ellos lo hacen en aquellos viejos sucesos puede tener
gran rendimiento electoral, al suscitar una
fuerte emocionalidad en la gente, sobre todo
en los jóvenes. Esa emocionalidad se encauza fácilmente contra una
derecha heredera de la que, supuestamente, destruyó de modo criminal la democracia.
De este modo, la derecha actual cargaría con una culpa histórica y, aunque se
admita su democratización, conservaría resabios dictatoriales y una inclinación
a caer en las violencias de antaño contra la libertad. A esa distorsión ha
contribuido la propia derecha, al insistir en "mirar al futuro y no al
pasado". Aparte de que
mirando al futuro no se ve nada, la frase induce al ciudadano desinformado a creer que la derecha tiene un pasado sórdido y
horrible, y por eso intenta ocultarlo. La implicación obvia es que unas
formaciones políticas con tal pasado nada bueno pueden ofrecer para el futuro.
Una persona
razonable preferirá a las izquierdas y a los
separatistas, aunque sea como mal menor. Esta
operación recuerda a otra, la de 1935-36 sobre la represión en Asturias, por lo
que la reseñaré brevemente. Tras el fracaso de la revolución de octubre del 34,
las izquierdas recobraron la iniciativa política mediante una masiva campaña nacional e internacional
que acusaba a
las derechas de haber practicado en Asturias
una represión salvaje. Miles de
mineros habrían sido torturados y asesinados; sus mujeres, entregadas a los
moros para que las violasen, y un largo etcétera. Tales acusaciones constituyeron
el eje de la política de las izquierdas, y luego de su propaganda electoral en
febrero de 1936. Tuvieron una eficacia extraordinaria, y durante muchos años la mayoría de los
historiadores las dieron por veraces, sin
reparar en que los datos eran, en su mayoría,
indemostrables, y a menudo contradictorios. O en que las izquierdas,
después de
haberlas utilizado para volver al poder, evitaron
cuidadosamente cumplir su promesa de investigar aquellas
atrocidades, pese a instarle a ello repetidamente la derecha.”
“Pero, aparte de facilitar el triunfo electoral del Frente
Popular en febrero del 36, la campaña tuvo otro efecto: emponzoñar la conciencia de la gente, por emplear de nuevo la expresión de Besteiro. La insurrección del 34 fracasó
porque los obreros y los catalanes desoyeron los llamamientos a las armas, excepto en la cuenca minera asturiana. Es decir,
porque el clima popular no estaba lo bastante cargado de odio para alimentar la
guerra civil. En
cambio, en 1936 sí existía ese clima entre millones de personas, gracias, precisamente, a aquella oleada de acusaciones, fraudulentas pero de una atroz eficacia.
Esta experiencia debería servir de aviso a quienes emplean ahora tácticas y
lenguajes semejantes. Lamentablemente, los organizadores de la llamada
"memoria histórica" no imitan ni se identifican precisamente con
Besteiro, el líder del PSOE que adoptó una postura democrática, sino con Prieto
y Largo Caballero, responsables muy directos de la quiebra de la legalidad que
permitía la convivencia en paz y en libertad. Porque importa
recordar que en
sociedades complejas, llenas de intereses, ideas y sentimientos diversos
y encontrados, es el respeto a la ley el factor que permite la convivencia en paz y en libertad, y cuando la ley cae por tierra, cuando la
Constitución es atacada con actos
consumados, llega inevitablemente el choque y la
violencia. Otra razón ayuda a
explicar, sin justificarla, esa actitud poco sensata en torno al pasado. Para bien y
para mal, el eje intelectual de las izquierdas ha sido el marxismo, una
ideología radicalmente antidemocrática, con diversas variantes. La izquierda
española lo abandonó en fechas muy tardías, ya entrada la Transición, pero lo
hizo por razones de oportunidad política, sin un análisis teórico ni histórico.
Hoy pocos se
declaran marxistas, máxime tras la caída del
Muro de Berlín, pero el vacío dejado no ha
sido llenado por otra ideología tan coherente. Por ello, la
izquierda sufre algo así como una crisis de legitimidad ideológica, que intenta
superar recurriendo a una supuesta legitimidad histórica: en cualquier caso, sostienen, los nuestros defendieron la democracia frente a las
derechas, que la destruyeron. Es decir, ellos habían defendido la democracia cuando eran abiertamente marxistas y revolucionarias, y bajo la sabia orientación de Stalin, padre de los pueblos. Un
disparate asombroso pero que
"funciona" todavía, aun si cada
vez menos. El pasado repercute inevitablemente en el presente, y
para que los muertos no maten a los vivos, como en la tragedia clásica, para
que nuestra democracia se asiente y no sufra una involución, es preciso mirar
también al pasado sin apasionamiento y acercarnos a su verdad, porque la verdad
nos hará libres. Creo que las conclusiones del historiador José
María García Escudero resumen perfectamente la realidad histórica en esta
cuestión: ambas zonas sufrieron represión oficial e incontrolada, en las dos se
alzaron peticiones de humanidad y clemencia, y las dos llegaron a superar las
manifestaciones más brutales del terror, sin acabar del todo con él. "No sólo hubo odio, miedo
y desesperación, sino también heroísmo, perdón, serenidad ante la
muerte". La pesadumbre producida
por este fenómeno en la conciencia española sólo puede quedar mitigada por el
testimonio de la dignidad y el valor que en general demostraron las víctimas, y
no por un grotesco pugilato en torno a cuál de los bandos vertió más sangre."
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