(continuación)
“Al estallar la
guerra y derrumbarse los restos de legalidad republicana, debido al reparto de armas a los sindicatos, la
ola de incendios y crímenes se tornó masiva el mismo 18 de julio, sin aguardar
noticias de la represión contraria. Los dos bandos consideraron
llegada la hora de una "limpieza" definitiva, pero habían sido las
izquierdas quienes habían organizado casi toda la violencia previa.” “Por lo que se refiere al segundo
punto, el
del carácter "popular" y espontáneo de la represión izquierdista, carece
también de valor historiográfico, aunque lo tenga, y mucho,
propagandístico, pues el lector tiende a alinearse instintivamente con "el
pueblo". Así, los crímenes izquierdistas constituirían una especie de
justicia popular, histórica, acaso algo salvaje
pero explicable y en definitiva
justificable, máxime si replicaba a
atrocidades contrarias. Esta idea
empapa el libro citado, y la exponen francamente en otro lugar dos de los
autores, J. Villarroya y J. M. Solé: "La represión ejercida por jornaleros y
campesinos, por trabajadores y obreros y también por la aplicación de la ley entonces vigente, era para defender los avances sociales y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa.
Los muchos errores que indudablemente se cometían pretendían defender una nueva
sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y sus seguidores era para
defender una sociedad de privilegios". Estas frases renuevan el
tono bélico, aunque mencionen "errores", bien comprensibles dadas las
circunstancias. De ahí a gritar "¡Bien por la represión contra los
opresores!" no media ni un paso, pues la conclusión viene implícita.
Pero la realidad es que los revolucionarios no
defendían avances sociales y políticos, o una sociedad "más libre y más
justa", como demuestra una abrumadora experiencia histórica. En los países donde
triunfaron los correligionarios de las izquierdas españolas la población perdió cualquier libertad y derecho, sometida al poder omnímodo de una casta burocrática dueña
de un Estado policial. Que España fuera "uno de los países con
más injusticia social de Europa" es aserto muy discutible, pero de lo que no
hay duda es que el remedio propuesto por los revolucionarios era mucho peor que
la enfermedad, si de libertad, justicia y riqueza hablamos. Solé y
Villarroya tienen derecho a preferir tales remedios, pero no tanto a invocar en
su beneficio la libertad y la justicia. Además, con ello Solé y Villarroya
identifican al pueblo con la minoría de sádicos y ladrones (los crímenes solían
acompañarse de robo) que al hundirse la ley obró a su antojo. Esta
identificación es corrientísima, aunque por completo fraudulenta, y ningún
historiador puede caer en ella sin desacreditarse. En realidad, el terror llamado
"popular" lo ejercieron los partidos y sindicatos, y dentro de ellos
sujetos fanatizados en las doctrinas respectivas. No el pueblo,
ciertamente. En las elecciones del 16 de febrero los votantes se dividieron
mitad por mitad, aparte de un tercio de abstenciones. Sólo apoyaba al Frente Popular,
por tanto, una fracción del pueblo, alrededor de un tercio, y es probable que
esa proporción mermase en los meses siguientes a los comicios. Y ni siquiera
ese tercio fue el que tomó las armas, sino, principalmente, los miembros de las
organizaciones izquierdistas, de los cuales sólo una minoría cometió
atrocidades. A esa minoría llaman "el pueblo" muchos autores.”
“Lo
mismo vale el tópico de la espontaneidad. Nada de espontáneo tuvo el largo e
intenso cultivo de una propaganda irreconciliable, llevada al paroxismo ante la
sublevación del 36, como refleja la prensa izquierdista de entonces. La rabia,
apenas contenida durante meses, se desató por fin gracias al ilegal reparto de armas, decisión política con efectos sobradamente previsibles.
No sin razones de peso rechazó Casares Quiroga el reparto mientras tuvo
fuerzas. La decisión de armar a las masas hace al último Gobierno más o menos
republicano, el de Giral, plenamente responsable de sus consecuencias, tanto si
éstas se tienen por buenas (así lo pensaron y piensan muchos políticos y
escritores) como si se las juzga nefastas. Pero, además, ocurre que el terror fue
directamente organizado por los organismos oficiales del Gobierno, en
competencia con los partidos y sindicatos del Frente Popular. Ello aparece con claridad en la lista de checas que
ofrece Javier Cervera en su libro Madrid en guerra. La ciudad
clandestina. Así, la checa de Fomento, "la más importante de Madrid, y
sólo su mención producía escalofríos a los madrileños", fue montada por el
director general de Seguridad de Giral.
La disolvió Santiago Carrillo en noviembre, y no precisamente para disminuir el terror. La checa de Marqués de Riscal funcionaba bajo los auspicios del Ministerio de
Gobernación. Otras checas tenían carácter ácrata, comunista o socialista, y a menudo
se relacionaban entre sí. No había en todo ello la menor
espontaneidad. (…). También alentó el terror izquierdista la creencia en una pronta derrota de los nacionales, creencia que ahuyentaba los escrúpulos o el remordimiento.
Como decía Largo Caballero, "la revolución exige
actos que repugnan, pero que después
justifica la historia". Y Araquistáin escribía a su hija:
"La victoria es indudable, aunque todavía pasará algún tiempo en barrer
del país a todos los sediciosos. La limpia va a ser tremenda. Lo
está siendo ya. No va a quedar un fascista ni
para un remedio". Respecto a la derecha,
el examen de la prensa y la documentación a lo largo de la República no muestra, ni en
intensidad ni en sistematicidad, una comparable incitación al odio.
Parece más veraz, entonces, sostener que si hubo un "terror de
respuesta" fue más bien el de las derechas frente al que sus adversarios
habían predicado y ejercido los años anteriores, con un balance de
numerosísimos atentados, incendios y amenazas, y una insurrección que causó
1.400 muertos.”
“Por
lo que se refiere al segundo punto, el del carácter "popular" y espontáneo de la
represión izquierdista, carece también de valor historiográfico,
aunque lo tenga, y mucho, propagandístico, pues el lector tiende a alinearse instintivamente con
"el pueblo". Así, los crímenes izquierdistas constituirían una especie de
justicia popular, histórica, acaso algo salvaje
pero explicable y en definitiva
justificable, máxime si replicaba a
atrocidades contrarias. Esta idea
empapa el libro citado, y la exponen francamente en otro lugar dos de los
autores, J. Villarroya y J. M. Solé: "La represión ejercida por jornaleros y
campesinos, por trabajadores y obreros y también por la aplicación de la ley entonces vigente, era para defender los avances sociales y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa.
Los muchos errores que indudablemente se cometían pretendían defender una nueva
sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y sus seguidores era para
defender una sociedad de privilegios". Estas frases renuevan el
tono bélico, aunque mencionen "errores", bien comprensibles dadas las
circunstancias. De ahí a gritar "¡Bien por la represión contra los
opresores!" no media ni un paso, pues la conclusión viene implícita.”
“Pero
la realidad es que los revolucionarios no defendían avances sociales y
políticos, o una sociedad "más libre y más justa", como demuestra
una abrumadora experiencia histórica. En los
países donde triunfaron los correligionarios de las izquierdas españolas la población perdió cualquier libertad y derecho, sometida al poder omnímodo de una casta burocrática dueña
de un Estado policial. Que España fuera "uno de los países con
más injusticia social de Europa" es aserto muy discutible, pero de lo que no
hay duda es que el remedio propuesto por los revolucionarios era mucho peor que
la enfermedad, si de libertad, justicia y riqueza hablamos. Solé y
Villarroya tienen derecho a preferir tales remedios, pero no tanto a invocar en
su beneficio la libertad y la justicia.
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