lunes, setiembre 24, 2012

Capítulo 545 - Una casta burocrática se adueña del Poder de un Estado policial.




(continuación)

“Al estallar la guerra y derrumbarse los restos de legalidad republicana, debido al reparto de armas a los sindicatos, la ola de incendios y crímenes se tornó masiva el mismo 18 de julio, sin aguardar noticias de la represión contraria. Los dos bandos consideraron llegada la hora de una "limpieza" definitiva, pero habían sido las izquierdas quienes habían organizado casi toda la violencia previa.”  “Por lo que se refiere al segundo punto, el del carácter "popular" y espontáneo de la represión izquierdista, carece también de valor historiográfico, aunque lo tenga, y mucho, propagandístico, pues el lector tiende a alinearse instintivamente con "el pueblo". Así, los crímenes izquierdistas constituirían una especie de justicia popular, histórica, acaso algo salvaje pero explicable y en definitiva justificable, máxime si replicaba a atrocidades contrarias. Esta idea empapa el libro citado, y la exponen francamente en otro lugar dos de los autores, J. Villarroya y J. M. Solé: "La represión ejercida por jornaleros y campesinos, por trabajadores y obreros y también por la aplicación de la ley entonces vigente, era para defender los avances sociales y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa. Los muchos errores que indudablemente se cometían pretendían defender una nueva sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y sus seguidores era para defender una sociedad de privilegios". Estas frases renuevan el tono bélico, aunque mencionen "errores", bien comprensibles dadas las circunstancias. De ahí a gritar "¡Bien por la represión contra los opresores!" no media ni un paso, pues la conclusión viene implícita.  
Pero la realidad es que los revolucionarios no defendían avances sociales y políticos, o una sociedad "más libre y más justa", como demuestra una abrumadora experiencia histórica. En los países donde triunfaron los correligionarios de las izquierdas españolas la población perdió cualquier libertad y derecho, sometida al poder omnímodo de una casta burocrática dueña de un Estado policial. Que España fuera "uno de los países con más injusticia social de Europa" es aserto muy discutible, pero de lo que no hay duda es que el remedio propuesto por los revolucionarios era mucho peor que la enfermedad, si de libertad, justicia y riqueza hablamos. Solé y Villarroya tienen derecho a preferir tales remedios, pero no tanto a invocar en su beneficio la libertad y la justicia. Además, con ello Solé y Villarroya identifican al pueblo con la minoría de sádicos y ladrones (los crímenes solían acompañarse de robo) que al hundirse la ley obró a su antojo. Esta identificación es corrientísima, aunque por completo fraudulenta, y ningún historiador puede caer en ella sin desacreditarse. En realidad, el terror llamado "popular" lo ejercieron los partidos y sindicatos, y dentro de ellos sujetos fanatizados en las doctrinas respectivas. No el pueblo, ciertamente. En las elecciones del 16 de febrero los votantes se dividieron mitad por mitad, aparte de un tercio de abstenciones. Sólo apoyaba al Frente Popular, por tanto, una fracción del pueblo, alrededor de un tercio, y es probable que esa proporción mermase en los meses siguientes a los comicios. Y ni siquiera ese tercio fue el que tomó las armas, sino, principalmente, los miembros de las organizaciones izquierdistas, de los cuales sólo una minoría cometió atrocidades. A esa minoría llaman "el pueblo" muchos autores.”
“Lo mismo vale el tópico de la espontaneidad. Nada de espontáneo tuvo el largo e intenso cultivo de una propaganda irreconciliable, llevada al paroxismo ante la sublevación del 36, como refleja la prensa izquierdista de entonces. La rabia, apenas contenida durante meses, se desató por fin gracias al ilegal reparto de armas, decisión política con efectos sobradamente previsibles. No sin razones de peso rechazó Casares Quiroga el reparto mientras tuvo fuerzas. La decisión de armar a las masas hace al último Gobierno más o menos republicano, el de Giral, plenamente responsable de sus consecuencias, tanto si éstas se tienen por buenas (así lo pensaron y piensan muchos políticos y escritores) como si se las juzga nefastas. Pero, además, ocurre que el terror fue directamente organizado por los organismos oficiales del Gobierno, en competencia con los partidos y sindicatos del Frente Popular. Ello aparece con claridad en la lista de checas que ofrece Javier Cervera en su libro Madrid en guerra. La ciudad clandestina. Así, la checa de Fomento, "la más importante de Madrid, y sólo su mención producía escalofríos a los madrileños", fue montada por el director general de Seguridad de Giral. 

La disolvió Santiago Carrillo en noviembre, y no precisamente para disminuir el terror. La checa de Marqués de Riscal funcionaba bajo los auspicios del Ministerio de Gobernación. Otras checas tenían carácter ácrata, comunista o socialista, y a menudo se relacionaban entre sí. No había en todo ello la menor espontaneidad. (…). También alentó el terror izquierdista la creencia en una pronta derrota de los nacionales, creencia que ahuyentaba los escrúpulos o el remordimiento. Como decía Largo Caballero, "la revolución exige actos que repugnan, pero que después justifica la historia". Y Araquistáin escribía a su hija: "La victoria es indudable, aunque todavía pasará algún tiempo en barrer del país a todos los sediciosos. La limpia va a ser tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio". Respecto a la derecha, el examen de la prensa y la documentación a lo largo de la República no muestra, ni en intensidad ni en sistematicidad, una comparable incitación al odio. Parece más veraz, entonces, sostener que si hubo un "terror de respuesta" fue más bien el de las derechas frente al que sus adversarios habían predicado y ejercido los años anteriores, con un balance de numerosísimos atentados, incendios y amenazas, y una insurrección que causó 1.400 muertos.”

“Por lo que se refiere al segundo punto, el del carácter "popular" y espontáneo de la represión izquierdista, carece también de valor historiográfico, aunque lo tenga, y mucho, propagandístico, pues el lector tiende a alinearse instintivamente con "el pueblo". Así, los crímenes izquierdistas constituirían una especie de justicia popular, histórica, acaso algo salvaje pero explicable y en definitiva justificable, máxime si replicaba a atrocidades contrarias. Esta idea empapa el libro citado, y la exponen francamente en otro lugar dos de los autores, J. Villarroya y J. M. Solé: "La represión ejercida por jornaleros y campesinos, por trabajadores y obreros y también por la aplicación de la ley entonces vigente, era para defender los avances sociales y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa. Los muchos errores que indudablemente se cometían pretendían defender una nueva sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y sus seguidores era para defender una sociedad de privilegios". Estas frases renuevan el tono bélico, aunque mencionen "errores", bien comprensibles dadas las circunstancias. De ahí a gritar "¡Bien por la represión contra los opresores!" no media ni un paso, pues la conclusión viene implícita.”

“Pero la realidad es que los revolucionarios no defendían avances sociales y políticos, o una sociedad "más libre y más justa", como demuestra una abrumadora experiencia histórica. En los países donde triunfaron los correligionarios de las izquierdas españolas la población perdió cualquier libertad y derecho, sometida al poder omnímodo de una casta burocrática dueña de un Estado policial. Que España fuera "uno de los países con más injusticia social de Europa" es aserto muy discutible, pero de lo que no hay duda es que el remedio propuesto por los revolucionarios era mucho peor que la enfermedad, si de libertad, justicia y riqueza hablamos. Solé y Villarroya tienen derecho a preferir tales remedios, pero no tanto a invocar en su beneficio la libertad y la justicia.  

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