En última instancia, y aquí estriba una de las dificultades en
la aplicación de esta norma, supone una situación mayor de cuestionamiento a la
autoridad del Estado que, si bien ya se encuentra presente en cualquier CANI,
adquiere en este escenario una dimensión más notoria e importante. En lo que se
refiere a su contenido, no puede desconocerse que el Protocolo Adicional II, de un lado,
«desarrolla y completa el artículo 3 común» —aunque «sin modificar sus actuales
condiciones de aplicación» (artículo 1) —, lo que abundaría en su carácter indisociable,30
y, de otro,
que varias de sus disposiciones pueden
considerarse como normas consuetudinarias o principios aplicables para un mejor
entendimiento de las disposiciones del artículo 3 común.
Por ejemplo, el artículo 4 inciso 2 no hace más que reiterar la prohibición de atentar «contra la
vida, la salud y la integridad física o mental de las personas», que
son derechos plasmados en el
artículo 3 común, así como unánimemente en los tratados internacionales
universales y regionales de derechos humanos. Asimismo,
este Protocolo plasma también algunos principios humanitarios esenciales como la inmunidad de la población civil (al
no poder ser objeto
de ataque) y, estrechamente vinculado a ésto, la obligación de distinguir entre
la población civil y los que participen directamente en las hostilidades (artículo 13 que recoge
garantías de protección a la población civil prohibiendo que ésta sea objeto de ataques, actos o amenazas de
violencia), principio
que se encuentra también implícitamente planteado en el marco del artículo 3 común. Además, su adopción ha significado una mejora en cuanto al
establecimiento de una definición precisa de las garantías judiciales, la
determinación de las condiciones de privación de libertad, la adopción de
reglas diferenciadas sobre protección de los niños y el establecimiento de un
marco diferenciado de protección de bienes civiles.
No obstante, existen ciertas desventajas como son la sujeción de los médicos y
personal sanitario a la legislación nacional, el tratamiento de las personas civiles detenidas que resulta ser
idéntico al del contendiente capturado quebrándose la distinción entre ellos,
las organizaciones de socorros están sujetas a toda clase de sospechas.31 Pero
el mayor problema radica en las condiciones de aplicación del Protocolo Adicional II antes descritas, que poco pueden
aportar a una eficaz protección de las víctimas de un CANI contemporáneo, toda vez que presentan un umbral alto
y una protección todavía reducida.
“De acuerdo con lo
antes señalado, el
CANI se encuentra regulado expresamente tanto por el artículo 3 común de los
Convenios de Ginebra como por el Protocolo Adicional II, según la intensidad
del mismo. No
obstante, ninguna de estas disposiciones normativas propone definición alguna
de CANI. En
efecto, el artículo 3 común se
limita a establecer obligaciones que las partes deben seguir en caso de conflicto armado que no sea de índole internacional. El
texto del artículo 3 común no contiene una definición de CANI sino que se
limita a señalar su existencia como requisito de autoaplicación. Esta fórmula
circular, y a su vez abierta, refleja no solo la falta de consenso en cuanto a
una definición única de CANI, sino que puede entenderse como una opción que
facilitó, sobre todo, la emisión del artículo y la regulación pionera, con
ello, de un aspecto que se
encontraba tradicionalmente sometido a la soberanía de los estados.32
De otro lado, el Protocolo Adicional II establece en su artículo 1 únicamente
las condiciones para su aplicación. Es decir, un listado de
requisitos que caracterizan un CANI de mayor intensidad (véase supra apartado 3)”. “En cualquier caso, la existencia de un CANI dependerá de la
presencia de una serie de elementos, toda vez que se trata de una situación de
hecho y no de una calificación jurídica, como podría ser la antigua
beligerancia. No
obstante, los
Estados son renuentes a reconocer la existencia de un CANI por una serie de razones, como el temor de injerencias
extranjeras, por
la debilidad manifiesta de su propia administración civil y militar y el protagonismo endémico que han
desempeñado en su historia los movimientos centrífugos, las rebeliones y la violencia social en general, así como por el cuestionamiento a su autoridad que significa per se un
conflicto, pues
ciertamente implica una
«impotencia momentánea» del Estado de mantener el orden.33 Ante la falta de una
definición normativa, tanto la doctrina como la jurisprudencia han tratado de construir una definición a partir
de los elementos que configuran un CANI. Es así que la doctrina ha señalado
entre las características de un CANI: (i) las partes en conflicto no son Estado[s];
(ii) los enfrentamientos
armados se realizan en el territorio de un Estado; (iii) las hostilidades abiertas deben
tener un mínimo de organización; y (iv) los enfrentamientos armados deben
tener cierta intensidad.34 Por su parte, la Comisión
Interamericana ha señalado:
“[...] el concepto
de conflicto interno requiere, en principio, que existan grupos
armados organizados que
sean capaces
de librar combate, y
que de hecho lo hagan, y
de participar en otras acciones militares recíprocas, y que lo hagan. El
artículo 3 común simplemente hace referencia a este punto pero en realidad no define un conflicto armado sin
carácter internacional. No obstante, en general se entiende que el artículo 3 común se aplica a confrontaciones armadas abiertas y de poca intensidad entre fuerzas armadas o grupos relativamente organizados, que ocurre dentro del territorio de un Estado particular. 35 Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, Informe n.° 55/97. 98.° Período de Sesiones
del 17 de febrero al 6 de marzo de 1998, parágrafo 152. En el informe citado la Comisión no duda en calificar como conflicto armado no internacional al asalto por los subversivos del Cuartel Militar de la Tablada, Argentina. La justicia argentina, haciendo a un lado tal calificación, se aparta de ella.
Con relación a este caso se debe tener en cuenta que la Comisión calificó como CANI al enfrentamiento entre las fuerzas
armadas argentinas y grupos de civiles que habían tomado las armas (y habían adoptado así el papel de
contendientes y, por tanto, se habían convertido en objetivos militares legítimos) en un lapso de aproximadamente treinta
horas entre el 23 y 24 de enero de 198936. Destacamos que la Comisión Interamericana
de los Derechos Humanos, no hesita en calificar como conflicto armado no internacional, al asalto que subversivos efectivizaron contra el cuartel militar
de La Tablada a pesar de que las actividades de los insurgentes duró casi 30 horas.
Y nuestra
Justicia, la justicia argentina, a los ataques sistematizados de la sanguinaria guerrilla subversiva
de los años 70, no se anima a calificarlos como actos de guerra. Por la gravedad de los
hechos cometidos, por el número de ellos, y por muchísimas circunstancias agravantes,
es más sencillo calificar como CANI a
tales actividades. No se hizo, posiblemente debido a la influencia de cierta
ideología radicalizada. “Las
obligaciones que impone el DIH, y el artículo 3 común en específico,
están dirigidas a «cada una de
las partes en conflicto» y no exclusivamente al Estado, como eventualmente
podría ser en el caso de las normas de derechos humanos.37
Es decir, que el grupo levantado en armas (incluso en su lucha con otros grupos y no sólo
contra el Estado) se
encuentra obligado por estas normas y, en esa medida, su cumplimiento le resulta
plenamente exigible. Ahora bien, en las normas
que regulan el CANI encontramos la alusión a
una participación directa en las hostilidades, bien por parte de las fuerzas
armadas del Estado, las fuerzas armadas disidentes o cualquier
grupo alzado en armas. Esta participación directa en las
hostilidades está
referida a los «actos que están encaminados a causar daño
real y material (actual
harm) al enemigo»,38 e «implica
un nexo directo de causa a efecto entre la actividad ejercida
y los golpes asestados al enemigo en el momento y en el sitio donde esa actividad se ejerce».39
Así, por ejemplo, cuando
civiles portan armas u otros medios para cometer actos de violencia contra las personas o
materiales de las fuerzas enemigas, se entendería que participan directamente
en las hostilidades; no obstante, si proveen comida y
refugio a los que combaten y, de manera general,
simpatizan con ellos, no parece razón suficiente para
negar la protección contra el ataque, sobre todo porque a menudo
esto se da bajo amenaza.40
Como puede apreciarse, el abanico de posibilidades en lo que se
refiere a participación directa en
las hostilidades es sumamente amplio. El tema no
ha sido solucionado en la práctica, por lo que el DIH no prohíbe a los Estados
contar con una legislación que penalice la participación en las hostilidades, sea
directa o indirecta. Todo lo que se puede decir es que las
personas civiles que no participan directamente en las
hostilidades de un CANI gozan de protección
contra el ataque;
mientras que las personas que participan directamente en las hostilidades pueden ser objeto de un
ataque válido. Como afirman Sassòli y
Bouvier, 41 esto es necesario no sólo porque las
víctimas deben ser también protegidas de las fuerzas rebeldes,
sino porque, de no respetarse este principio de igualdad entre los beligerantes, el DIH tendría
menores posibilidades de ser respetado por las fuerzas gubernamentales (porque
no se verían protegidas por las normas humanitarias) o
por las fuerzas rebeldes (porque podrían no sentirse obligadas por
las mismas). En la práctica, las Naciones Unidas también lo han entendido así
desde que, por
ejemplo, en los conflictos de Somalia, Bosnia-Herzegovina, Liberia, Camboya,
Angola, Ruanda, Georgia, etc., el Consejo de Seguridad se dirigía directamente
«a todas las partes, a todos los movimientos y a todas las facciones»
o a «todas las partes» para que facilitaran el desplazamiento de asistencia
humanitaria a las víctimas.
Incluso antes de los Convenios de
Ginebra, el Consejo de Seguridad se dirigía a la Agencia judía
en Palestina o al Alto Comité Árabe para
solicitarles detener las hostilidades y poner fin a los «actos de violencia,
terrorismo y sabotaje». En igual sentido, la Comisión para el Esclarecimiento
Histórico de Guatemala, basándose en la obligación de cumplir y hacer cumplir en
toda circunstancia lo contenido en estas normas, señaló que:
.[…] tanto los miembros del Ejército como las organizaciones guerrilleras, tenían la obligación jurídica de respetar las normas del
derecho humanitario durante todo el
transcurso del conflicto armado, sin tomar en
consideración la intensidad de las operaciones militares, ni
la época o el lugar donde ocurrieron, ni la
naturaleza de las hostilidades.42
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